Fue unos días después de mudarnos, pasando por el bar de la urbanización, que vimos un gatito negro en la acera, a punto de echarse a la carretera, debía tener un par de semanas de vida. Nacho y yo nunca habíamos tenido gatos ni habíamos hablado de ello, pero al parar el coche y abrir la puerta, aquel cachorro negro se metió
bajo mis pies y seguimos conduciendo hasta casa sin apenas hablar.
Le llamamos Travis. Debió su nombre a un amigo mío de Alaska, un adolescente abandonado y maltratado que tenía mirada brillante y triste como un angel caído.
Nuestro gato Travis era elegante como un príncipe egipcio; grave y austero como una roca. Al principio creí enamorarme un poquito de él.
Pasamos nuestra juventud en aquella casa, junto con él y tres gatos más que llegaron después. Esta noche murió Travis de la mano de Nacho. Le enterraremos bajo el Olivo, junto al resto de nuestros gatitos.